El vagón, los juegos, las miradas y mi cobardía.

Entré en el vagón del metro. Me limité a sentarme entre la gente. Demasiados para tan poco espacio. 

Pero entre tanta gente, era inconfundible, era inevitable, era imposible no verle. 

Enfrente de mí... allí, tan dulce... Su pelo moreno, acabado en rizos... cortito, para el lado, pero a su vez despeinado... color chocolate. Su piel blanca... tan suave y blanca. Sus ojos tan brillantes, sus ojos claros... y su, su sonrisa... su sonrisa tan grande y dulce... esos labios rosa fuerte. Ni muy gruesos ni muy finos, lo justo. Su jersey gris a rayas blancas, sus pantalones estrechos negros, sus deportivas negras con detalles blancos, su reloj tan extrañamente raro gris y negro y su maleta de Quicksilver negra. Era inevitable no fijarse en esos detalles... 

No podía parar de mirarle y de vez en cuando, se le escapaba una miradita.

Un juego de miradas.

Cada vez que coincidíamos me derretía. 

Le dio por bostezar, por bostezar y mirarme, no pude evitar esa sonrisita que se me escapó sin querer, él no pudo evitar devolvérmela. Es increíble... sentía que le conocía de toda la vida, era diferente, todo tan raro... sentía de verdad que le conocía de siempre, lo juro... y era la primera vez que le veía...

Y sus ojos brillantes otra vez. Y otro cruce de miradas. Y cada vez eran más. Más. Más...

Llegó el fin del trayecto. 

Se baja. Me bajo.

Cruzamos el paso de peatones.

Un último cruce de miradas.

Se marcha a lo lejos. 

No puedo parar de mirarle.

Y ahí se quedo. En un absurdo juego de miradas. 

Y ahí se fue, y yo sin hacer nada.

Sin saber si le volveré a ver.

Viviendo en mi cabeza.

En mi recuerdo.